31 mar 2023
Alexis Herrera
Alexis Herrera es candidato a doctor por el Departamento de Estudios de Guerra de King’s College London adscrito al Centro de Gran Estrategia de dicha institución.
Los antiguos sabían que la guerra (como lo quiso Heráclito) es el origen de todo. Su nombre es Ares, pero también Kali —esa diosa terrible que, en palabras de Octavio Paz, “lame con su lengua inmensa los campos de batalla y escarba con las uñas los camposantos”.[1] A decir de Sir Lawrence Freedman, los hablantes germánicos del primer milenio de nuestra era decidieron que el término usado por los romanos para referirse a la guerra (bellum) era demasiado cercano al término elegido para enunciar la belleza (bellus), por lo que una alternativa se hizo necesaria.[2] Una muestra de sensatez que, sin embargo, no impidió que la guerra fuese una actividad central en la vida de los pueblos que sucedieron al Imperio romano. El hecho es revelador porque da sustento a una tesis poderosa: en la experiencia histórica de Occidente la guerra siempre ha sido concebida como una institución social; un duelo a gran escala entre dos o más comunidades políticas que han decidido recurrir al ejercicio de la violencia para dirimir sus diferencias en el campo de batalla.
Varias mujeres de indudable mérito intelectual han postulado esta tesis con acierto en los últimos años: destaca, desde luego, Mary Beard (quien al referirse a la civilización romana le otorga a la guerra un lugar destacado en sus consideraciones), pero también estudiosas como Beatrice Heuser, Olivia Garard y Vanya Eftimova Bellinger. A sus obras hay que sumar la de Margaret MacMillan, de quien se puede leer con provecho una entrevista reciente en nuestro idioma. Antes que ellas, el pensamiento de Carl von Clausewitz con relación a la guerra como un fenómeno trinitario —compuesto por la interrelación de tres elementos dinámicos (el juego de las pasiones, el azar y la razón) que no siempre guardan una posición de equilibrio—, estableció un criterio para entender que la violencia armada apenas es contenida por el barniz de los parámetros que definen su utilidad como herramienta al servicio de propósitos políticos.
La práctica de la guerra en sus dos grandes dimensiones y la preocupación del Profesor Shultz
Hace poco más de quince años el profesor Richard Shultz señaló, en colaboración con Andrea Dew, que el modo occidental de hacer la guerra es gobernado en términos político-estratégicos por los preceptos de Clausewitz y en términos jurídicos por una tradición de pensamiento que remite a la obra de Hugo de Groot —en efecto, el mismo “Grocio” al que se refieren los manuales de derecho internacional público tan socorridos en estos casos. De este modo, la guerra encuentra limitantes en lo político (en función de su utilidad al erigirse como solución a un conflicto político determinado), pero también en términos jurídicos (al ceñirse a ciertos criterios que limitan su ejercicio en términos de lo dispuestos por el derecho internacional humanitario). Ambas limitantes resultan fundamentales para diferenciar la guerra de una empresa criminal o del mero ejercicio de la violencia armada.
Estudioso preocupado por lo que había sucedido en la periferia del mundo desarrollado al término de la Guerra Fría, Shultz destacó el hecho de que los soldados de una sociedad democrática no podían ni debían comportarse como los guerreros de aquellas sociedades en las que los principios postulados por Clausewitz y Grocio eran ignorados o simplemente desconocidos. A veinte años de distancia del inicio de la intervención militar de Estados Unidos en Irak el apunte de Shultz resulta un tanto sombrío: en muchas ocasiones las tropas de ocupación encabezadas por las potencias occidentales en dicho país abrazaron el criterio tóxico de los guerreros que en el pasado condujeron al fracaso de las campañas de contrainsurgencia en Argelia o en Vietnam. En Gran Bretaña lo sucedido permitió el establecimiento de una investigación que hizo posible la publicación del Reporte Chilcot en 2016. En Australia, un mecanismo similar buscó esclarecer lo sucedido sobre el terreno en Afganistán a partir de 2005. No así en Estados Unidos, país que por cierto no es firmante del Estatuto de Roma.
Lo dicho hasta ahora es relevante porque la guerra de conquista que Rusia lanzó en contra de Ucrania en febrero del 2022 es ya uno de los acontecimientos centrales de la primera mitad de este siglo. A decir de los estudiosos del Centro de Gran Estrategia de King’s College London que participaron en un ejercicio de análisis reciente sobre este tema, el balance de lo sucedido a un año del estallido del conflicto revela, fundamentalmente, el alto costo estratégico que la Federación Rusa ha pagado desde entonces. Así, una ofensiva militar que en principio fue definida por un objetivo político limitado: deponer a las autoridades ucranianas en el transcurso de unas cuantas horas para consumar un cambio de régimen en dicho país, con el correr del tiempo se convirtió en una guerra industrial a gran escala que recrea una lógica de violencia no vista desde hace seis o siete décadas. Este desenlace ha sido acompañado por el elemento de sorpresa que acompaña a todo conflicto armado, como lo apuntó el propio Freedman a un día de iniciado el conflicto.
Putin ante la Corte: el uso de lawfare y la cuestión del enemigo
En otro espacio he apuntado que la férrea resistencia de las mujeres y los hombres de Ucrania ofrece una conclusión adicional: el retorno del «hecho nacional» como fenómeno político de primer orden en el mundo del siglo XXI.[3] Al mismo tiempo, la pretensión rusa de recurrir a la fuerza armada para redefinir las dinámicas geopolíticas de Eurasia fue acompañada desde un primer momento por hechos de violencia que rápidamente abandonaron los criterios que deben gobernar el ejercicio de la fuerza armada. De este modo, al desconocer a Clausewitz la guerra sin contacto de Rusia se transformó en una guerra a gran escala sin una teoría de la victoria claramente discernible. Al desconocer a Grocio, dicha guerra se convirtió en algo mucho más sombrío: una empresa criminal a gran escala que supone hoy uno de los desafíos más importantes para la preservación del orden mundial construido en la Posguerra.
Por ello, la orden de arresto emitida por la Corte Penal Internacional en contra de Vladimir Putin el 17 de marzo de este año debe ser situada en el marco de lo dicho hasta ahora. Así, ese mismo día la agencia de noticias de la Organización de las Naciones Unidas señaló que dicha orden (que también se extiende a la Comisaria de Derechos del Niño de Rusia) guarda relación “con presuntos crímenes de guerra relativos a la deportación y el ‘traslado ilegal’ de niños de la Ucrania ocupada”. La decisión fue saludada por la corte de la opinión pública mundial de las más diversas maneras, pero quienes simpatizan con la causa de Ucrania no dudaron en reconocer su significación histórica.
Así, siguiendo lo dicho sobre este tema por el Presidente Zelenski, Antara Haldar señaló recientemente que la decisión de la Corte es histórica “no porque garantice una detención o un juicio, sino porque sienta un nuevo precedente”. ¿Pero a qué clase de precedente se refiere Haldar? Desde el punto de vista del derecho internacional la decisión resulta relevante, concluye la eminente jurista de Cambridge, porque lo que se encuentra en juego es su autoridad como recurso regulador del suceder internacional. No obstante, existe otra lectura que no es menos significativa: aquella que saluda la decisión alcanzada por la Corte en términos de su significación política. Bajo esta interpretación la orden de captura emitida contra Putin sitúa simbólicamente a Rusia como un Estado que ha sido expulsado de la comunidad de naciones —verdadero «hostis humani generis» ante el que ya no será posible apelar a una solución negociada fuera del campo de batalla.
No es extraño así que los estudiosos apunten que —al elucidar la decisión alcanzada en La Haya— es particularmente necesario volver a la noción de lawfare; es decir, a la posibilidad de recurrir al derecho para ampliar los esfuerzos de guerra en contra de un adversario político determinado. Se trata de un retorno obligado a las tesis de Carl Schmitt, especialmente cuando apunta que quien dice humanidad quiere engañar. En todo caso, es pertinente recordar lo dicho por el profesor David Luban hace algunos años al sugerir que los críticos del lawfare“están ellos mismos haciendo lawfare”. Sea como sea, lo cierto es que Rusia no es firmante del Estatuto de Roma, como tampoco lo son China, Estados Unidos e India, tres de las grandes potencias en las que descansa el futuro del orden mundial en el siglo XXI.
El momento geopolítico y la búsqueda de un idealismo renovado
De cierto modo, la visita de Estado que el Presidente de la República Popular efectuó en Rusia la semana pasada es una respuesta contundente al sentido de la resolución alcanzada por la Corte con relación al estatuto jurídico de Putin como criminal de guerra. Por extensión, se trata también de un modo de responder a las pretensiones de Occidente con respecto al futuro del orden mundial. Conviene no olvidar, por ejemplo, que la visita de Xi tuvo un contrapunto revelador: la visita del Primer Ministro de Japón a Ucrania, la primera que un dirigente nipón realiza en un país en guerra desde 1945. Rusia, por lo demás, se encuentra próxima a presidir el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas.
La geopolítica, en suma, se encuentra en tensión permanente con el llamado a observar los criterios de derecho en los que descansó la construcción del orden mundial del siglo pasado. ¿Qué hacer entonces frente a esta circunstancia? ¿Cómo reflexionar frente a estos hechos desde México, un país que actualmente parece no contar con un vocabulario geopolítico propio para pensar en las realidades del presente? Benjamin Tallis ha sugerido recientemente una solución que descansa en el comportamiento de Kaja Kallas, Sanna Marin y el propio Volodimir Zelenski: apelar un «idealismo» de nuevo cuño definido por un enfoque moral en el que la toma de conciencia con relación a las realidades geopolíticas de este mundo sirve, de modo revelador, como herramienta para la construcción del futuro. Un enfoque hoy más necesario que nunca.
[1] Octavio Paz, “Una mancha de tinta”, Vuelta, vol. 7 (1982), p. 4
[2] Lawrence Freedman, The Future of War, Nueva York, Public Affairs (2019) pp. ix-x
[3] Alexis Herrera, “Ucrania y el futuro de la guerra: Apuntes para una historia”, Istor, vol. xxiii, no. 89-90 (2022), pp. 67-95