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El autogobierno de las Fuerzas Armadas

5 ene 2022

Víctor Hernández

Cabo de turno

El general Plutarco Elías Calles, último caudillo vivo y triunfador de la Revolución Mexicana, tuvo la visión de crear el Partido Nacional Revolucionario para dirimir la sucesión presidencial ya no a punta de balazos, sino dentro de una estructura de partido. El partido distribuiría el poder político y las riquezas obtenidas tras el triunfo de la familia revolucionaria y evitaría el estallido de una nueva guerra civil.


            Durante este primer periodo postrevolucionario los militares fueron la élite gobernante del país, y no sería sino hasta 1946 que cederían el poder a los civiles con el fin de la presidencia del general Manuel Ávila Camacho y la toma de protesta de Miguel Alemán. La transición del poder militar al poder civil vino acompañada de un pacto de no interferencia. Los militares dejarían de ser una élite política para convertirse en una élite económica, contarían con su propio fuero y gozarían de plena autonomía para ejercer su autoridad y su presupuesto sin injerencia de supervisión civil[1].


            Las huellas de este pacto son difíciles de rastrear, porque no todo está contenido en los decretos y reglamentos expedidos por el gobierno mexicano. Más bien, este pacto se manifiesta en las ausencias de la autoridad civil deliberadamente permitidas para no interferir con la operación militar.


            El diseño de una cadena de mando militar enfrenta muchos dilemas. Por un lado, se requiere de la unidad del mando para que las órdenes se cumplan de manera expedita. Si dos generales pueden contradecirse entre sí o si un burócrata puede atrasar la ejecución de medidas urgentes, las órdenes se verán entorpecidas.


            Pero por otro lado, también es importante limitar el margen de maniobra de esa cadena de mando para prevenir golpes de Estado. Una medida adoptada por la familia revolucionaria para tal fin fue la fragmentación del mando. En México tan sólo el Ejército Mexicano cuenta con más de 500 generales[2] para comandar una fuerza armada de poco más de 200,000 elementos. El gobierno de los Estados Unidos cuenta con un número similar de generales y almirantes pero para comandar a más de un millón de efectivos de todas sus fuerzas armadas (Ejército, Marina, Guardia Costera, Fuerza Aérea, Cuerpo de Marines y la Fuerza del Espacio).


            ¿Por qué nuestro Ejército tiene ‘generalitis’? ¿Realmente necesitamos un general por cada 400 soldados? A esta excesiva cantidad de mandos se le conoce como ‘macrocefalia’ o ‘síndrome del Ejército Mexicano’, y tiene una razón de ser dada la historia mexicana. Para prevenir que unos cuantos generales tengan todo el control de las tropas, el mando está deliberadamente fragmentado para que si algunos comandantes se sublevan, siempre queden suficientes generales leales para hacerles frente. Esta misma estrategia ha sido implementada por la dictadura venezolana.


            Tener más de 500 vacantes de generales también permite cumplir una de las promesas del pacto civil-militar de 1946. El generalato viene acompañado de un atractivo salario y de discrecionalidad en el ejercicio del presupuesto de la SEDENA. Para las jerarquías de Coronel hacia arriba el Ejército tiene muchas consideraciones. E.G. Todos los batallones y regimientos tienen una ‘tiendita’ denominada en el argot militar como ‘el casino’. Los precios de los productos del casino (refrescos, frituras, etc.) están subsidiados por la SEDENA como una forma de apoyar financieramente al personal. Todos los ingresos del casino son para el comandante de la unidad (usualmente un Coronel). ¿Por qué un producto subsidiado con dinero público de los mexicanos debería acabar en los bolsillos en un funcionario que ni es empresario ni es proveedor de servicios de alimentos? Más de un elemento que haya pasado por las Fuerzas Armadas podrá compartir una anécdota en la que a nadie del personal se le permitió disfrutar de su franquicia (día libre) “hasta que se acabara todo lo que había en el casino”. La razón es obvia, el coronel necesitaba algo de dinero extra ese día.


            Las Fuerzas Armadas exentan sistemáticamente la supervisión financiera que las autoridades civiles ejercen sobre cualquier otro ente de la administración pública federal. Durante el sexenio pasado 7,546 millones de pesos asignados la Secretaría Marina eludieron la auditoría del Órgano Interno de Control y de la Auditoría Superior de la Federación[3]. Ni un solo militar ha pisado la cárcel por el escándalo del sobreprecio en la construcción de la barda del aeropuerto de Texcoco a cargo de la SEDENA[4]. Tan sólo durante 2020, 41% del presupuesto ejercido por la Secretaría de la Defensa fue por adjudicación directa[5].


Este es otro de los mecanismos para cumplir el pacto civil-militar de 1946. La transformación de los militares en una élite económica necesitaba nutrirse al menos de dos fuentes. En primer lugar, de muchas vacantes para el generalato disponibles para premiar a la familia revolucionaria y sus herederos. En segundo lugar, de mucha discrecionalidad en el ejercicio del presupuesto. La lealtad no es gratuita, se paga con sueldos, prestaciones y obra pública.


El pacto de no intervención civil sobre el quehacer militar no sólo existe en el ámbito financiero, sino también en el operativo. Las comisiones de Defensa, Marina y Seguridad Nacional del Congreso de la Unión carecen de dientes para exigir cuentas a las Fuerzas Armadas. Estas comisiones se han convertido en una mera oficina de trámites para los militares. Salvo raras ocasiones, estas comisiones no ponen un pero a las listas de ascensos para coroneles, capitanes, generales y almirantes elaboradas por los estados mayores del Ejército y la Armada. Carecen además de atribuciones legales como las que tienen los comités de Servicios Armados e Inteligencia del Congreso de los Estados Unidos, que pueden hacer temblar hasta al comandante más experimentado.


La falta de supervisión legislativa sobre las Fuerzas Armadas tiene dos orígenes, uno normativo y otro pedagógico. En términos normativos, estas comisiones están deliberadamente diseñadas para no molestar a los mandos militares con las exigencias de la transparencia y la rendición de cuentas. En términos pedagógicos, los legisladores mexicanos carecen de la experiencia legislativa que tienen otros parlamentos del mundo.


La reelección de legisladores es reciente en nuestra vida democrática. Mientras que en el Congreso de los Estados Unidos puede haber verdaderos especialistas en inteligencia, seguridad nacional y política de defensa que pueden pasar más de una década en el Comité de Servicios Armados, en México durante la amplia mayoría del siglo XXI hemos tenido legisladores de un solo uso, que para cuando han aprendido su oficio ya se les terminó el mandato[6].


            Para legisladores inexpertos que sólo conocen la faceta ceremonial y de atención a desastres naturales de las Fuerzas Armadas, poco hay que objetar a los soldados. Su inexperiencia operativa y falta de formación profesional dentro del ámbito de los estudios de seguridad nacional les impide diagnosticar si la política de defensa está bien o mal diseñada.


            Un fenómeno similar ocurre desde el poder Ejecutivo. Desde la transición del poder político a manos de los civiles en 1946, los presidentes se han limitado a adular a las Fuerzas Armadas, a conceder incrementos salariales esporádicos, pero los presidentes ignoran la realidad operativa del día a día. Como decía un viejo dicho durante el Maximato[7], ‘aquí vive el presidente pero el que manda vive enfrente’. Los presidentes pueden añadir o retirar ciertas tareas de las Fuerzas Armadas, pero tienen poco conocimiento e injerencia en la forma en que se conducen las operaciones del día a día.


            Dentro de la población mexicana se enfrentan dos visiones contradictorias de las Fuerzas Armadas. Una de absoluta lealtad y gallardía por su impecable rol ceremonial en desfiles y fechas conmemorativas[8] y por su auxilio a la población en casos de desastre. Esa visión es fruto del confinamiento parcial de las Fuerzas Armadas durante el siglo XX[9]. A un mal empleado no se le puede llamar la atención si no se le ve trabajar. Pero la confianza en las Fuerzas Armadas se ha erosionado desde su despliegue masivo durante la guerra de Calderón que, ahora bajo el nombre de ‘Guardia Nacional’, se sigue peleando en México. Ha emergido desde 2006 una nueva visión de las Fuerzas Armadas, una de sospecha y desconfianza, recogida por las víctimas de violaciones a derechos humanos, periodistas y académicos que valientemente han denunciado el otro lado de la moneda.


            El presidente López Obrador ha elogiado en múltiples ocasiones a las Fuerzas Armadas por su pedagogía de la lealtad. Todos los soldados y marinos son inculcados en la lealtad y el patriotismo desde su ingreso a la corporación. Pero afirmar que la educación de un individuo es suficiente para que no incurra en conductas delictivas es tan falaz como afirmar que en la Iglesia no han existido casos de pedofilia simplemente porque los sacerdotes han sido educados en el amor al prójimo. Donde hay poder, hay tentación de abusar de él. En ninguna empresa y mucho menos en la vida pública puede haber individuos exentos de la rendición de cuentas tanto desde una perspectiva gerencial como desde una perspectiva democrática.


            Las Fuerzas Armadas son, como cualquier otra burocracia, un grupo con intereses que compiten por presupuesto y poder político como cualquier otro ente de la administración pública[10]. No son ángeles ni demonios, son humanos con bondades y tentaciones y por tanto, para poder obtener la mejor versión de sus integrantes, se les debe supervisar y evaluar, no sólo adular y apreciar de ‘lejitos’.

           

      Sobre el autor: Victor A. Hernández Ojeda es especialista en seguridad nacional y docente en temas selectos de filosofía política, análisis político y Relaciones Internacionales.    

           

Referencias

[1] Cfr. Arnaldo Córdova, La formación del poder político en México (México: Era, 2005).[2] Cfr. Presupuesto de Egresos de la Federación 2022.[3] Cfr. Zorayda Gallegos, “La Marina gastó con Peña Nieto 362 millones de dólares en partidas de seguridad que no fueron fiscalizadas”, El País, 21 de marzo de 2021, disponible en: https://elpais.com/mexico/2021-03-22/la-marina-gasto-7546-millones-de-pesos-en-dos-partidas-de-seguridad-que-nunca-fueron-fiscalizadas.html#?prm=copy_link[4] Cfr. Sebastián Barragán”, “Sedena encareció 89% barda de Nuevo Aeropuerto y utilizó empresas fantasma”, Aristegui Noticias, 25 de marzo de 2018, disponible en: https://aristeguinoticias.com/2503/mexico/sedena-encarecio-89-barda-de-nuevo-aeropuerto-y-utilizo-empresas-fantasma/[5] Cfr. Georgina Zereaga, “Las cuentas ocultas del Ejército: 25.000 millones de pesos gastados en 2020 sin dejar un registro público”, El País, 24 de febrero de 2021, disponible en: https://elpais.com/mexico/2021-02-24/las-cuentas-ocultas-del-ejercito-25000-millones-de-pesos-gastados-en-2020-sin-dejar-un-registro-publico.html[6] Cfr. Sergio Bárcena, “Involucramiento legislativo sin reelección La productividad de los diputados federales en México, 1985-2015”, Política y gobierno vol. 24 no. 1 (2017): pp. 45-79.[7] Nombre que recibe el periodo histórico de 1924 a 1934 cuando el general Pluarco Elías Calles era el líder político supremo de facto en México.[8] Los desfiles son coreografías masivas, difícilmente se encontrarán tensiones en una obra de teatro. Las verdaderas tensiones entre las Fuerzas Armadas y la población civil ocurren en la operación cotidiana.[9] Cfr. Jorge Javier Romero Vadillo, “¿De dónde viene el apoyo a los militares?” (conferencia presentada en el congreso “En resistencia de la vía civil”), 18 de noviembre de 2021, disponible en: https://www.facebook.com/watch/live/?ref=watch_permalink&v=247093074072267[10] Cfr. Graham Allison, La esencia de la decisión (Buenos Aires: Grupo Editor Latinoamericano, 1988).

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